Hacía
ya doce años que Baldomero ponía ladrillos junto a su pareja de obra, Nemesio.
Desde entonces Baldomero y Nemesio conformaban un benemérito binomio que sólo rompía, de vez en
cuando, el paro. Baldomero era albañil de genética: cumplidor, de rostro recio,
serio, taciturno y callado. Nemesio
tampoco hablaba casi nunca, pero a diferencia de Baldomero, siempre parecía
alegre: lloviese, ventase o hiciese calor, Nemesio siempre mostraba tras sus bigotes
blancos amarilleados por el tabaco una franca y perpetua sonrisa. Ese día se
había estropeado la hormigonera, el material no llegaba, y para colmo, Dios
había mandado tronar; ambos zascandileaban sudorosos, callados: recogían, ordenaban, limpiaban… Entonces Baldomero, mosqueado por la poco solidaria sonrisa su compañero se lo
preguntó, ese día le preguntó a Nemesio lo que nunca le habría preguntado
ningún otro: ¿Por qué siempre andaba contento incluso cuando el tiempo y las circunstancias
eran tan reputas como hoy?:
―Mira, Baldomero ―respondió sonriente Nemesio dejando el
carretillo arrimado a la pared y señalando la esfera de su reloj de pulsera―
¿te habrás fijado que siempre llevo este reloj parado en las diez y diez?
―Joder, Nemesio ―replicó Baldomero―, no me jodas, tantos años juntos y nunca me
había fijado… pero ahora caigo en esa cuenta: tú nunca estás pendiente
de la hora y es por eso... porque llevas ese viejo reloj de cuerda parado… parece mentira, somos pareja y no te conozco, yo que bauticé a tus hijas, Nemesio…
―Amigo Baldomero ―interrumpió Nemesio―, en los relojes la cara es el espejo del alma: es la maquinaria interna la que mueve
las agujas que están fuera; pero en las personas, es justamente al revés: el
alma es el espejo de la cara: las manecillas de la cara son las que mueven la
maquinaria del alma…
―Toma, dale un trago
al botijo ―cortó ahora Baldomero acercando el cacharro de barro a Nemesio―, la inactividad y este maldito bochorno de
agosto sí que nos están jodiendo a nosotros la maquinaria... No te conozco…
Maldita sea, maldita sea la hora hora en que te pregunté por tu puta sonrisa…
―Mira ―dijo Nemesio clicando de nuevo en el cristal de
la esfera de su reloj con esa uña de galápago viejo que a veces usaba para
encintar las baldosas―, este reloj es herencia de mi padre, Dios lo tenga en la Gloria, pero un buen día, hace
quince años, empezó a adelantar y a
atrasar a lo loco, sin ton ni son, de modo que no tenía hora fija, un putiferio,
vamos. Entonces lo llevé a arreglar a la relojería del Gregorio, el
primo de tu señora, y el Gregorio, hombre ilustrado como sabes porque ha escrito un libro, me explicó que el peluco no tenía solución, que el eje nosequé se había descompensado… Yo le dije entonces que por cojones tenía que
arreglármelo y ponerle hora fija. Y bien que cumplió el muy coñero... me lo puso en hora fija: soldó con estaño la maquinaria interior de este reloj, le inhabilitó la
cebolleta y me lo dejó para siempre a las diez y diez. Hasta hoy.
―¿Y tú que hiciste,
Nemesio? ¿No le diste dos hostias al Gregorio por la broma?
―Eso me pedía el cuerpo, y a buena fe que debió notármelo en la cara; pero el Gregorio, ese santo que siempre anda con el tiempo en los talones, me repitió que no había ni arreglos ni repuestos para el eje y por eso decidió hacer lo que yo le había pedido: ponerle al reloj hora fija. Y me se fue quitando el tabardillo con sus muchas explicaciones: porque el Gregorio me advirtió que si soldaba la maquinaria a las doce en punto, parecería que al reloj le faltaba una aguja; que si la soldaba a las nueve, o a las tres, una aguja siempre taparía la prestigiosa marca CIMA; que otras opciones horarias eran muy poco elegantes; que si decidía estañarla las ocho y veinte, las agujas hacia abajo formarían un gesto triste y que, como mi padre era hombre alegre y eso no le habría agradado, decidió entonces soldar hora fija a las diez y diez: de este modo las manecillas del reloj formarían para siempre una infinita y perpetua sonrisa. Y entonces, ¡te lo juro Baldomero!, yo le sonreí al Gregorio, y le quise pagar, pero me quiso cobrar la broma y asín me se quitó del tó el tabardillo. Y me se quedó esta sonrisa soldada. Hasta hoy.