¡Qué tip tan evidente! «Reparta la mirada democráticamente»: todo el mundo sabe que a la gente hay que mirarla, que la verdad está en los ojos, que no mirar, o mirar de soslayo, puede significar desconfianza, miedo, o soberbia… Pero saber eso es no saber nada, es quedarse en la superficie de un asunto tan penetrante como es el de la mirada: el diablo está en los detalles; veamos.
Mirar no es fácil para quien se inicia en el bello arte de la oratoria; el principiante ―con la excepción del orador nato― es egoísta, enfoca su mirada hacia adentro, se centra estructura de su discurso, recela de su memoria, se siente observado: «No me mires, no me, no me mires, déjalo ya» (Mecano), rehúsa mirar porque los que están ahí le miran: «No mires a los ojos de la gente; me dan miedo, mienten siempre» (Siniestro Total) y su mirar acaba resultando tan flojo como su ego: pobre iniciado, aún no sabe que es bello, fuerte, único. Pero el ardiente rubor facial de este patito feo resulta infinitamente más fresco, natural, amentolado, resultón y confiable que toda la gestualidad del conferenciante experto, viajado, guaperas, seguro… Éste si que sabe mirar, pero su interesante e interesada mirada, por estudiada, resulta tan creible como su sonrisa: esa que deja ver como al disimulo unos radiantes dientes de un blanco tan imposible, tan perfecto y deslumbrante que solo se explica por la acción química de algún agente blanqueante diseñando no sólo para acabar con el puto ecosistema de bacterias amarillas de su piñata, sino para matar también así, de paso, químicamente y de modo radical la profunda desconfianza que su discurso genera en los otros; porque sí, el experto lleva muchos años mirando, sabe que debe mirar, pero lo hace sin verdad pues todo el amor está reservado a esa una selecta tribu de fans que son todo y uno a la vez: su ego.
No, el experto no mira, vende, y no vende un tornillo porque mira sin chispa, sin alegría, sin gracejo, con fingida complicidad; el experto ya no mira a su público con ese cándido rubor natural que murió al final del tercer aplauso, un aplauso más falso que segundo, más mecánco y fuerte que el primero. El experto es flojo de empatía: cuando suelta sus peroratas en público todavía parece estar ante el espejo, ante la webcam. De este modo la rutilante estrella mata al patito feo: ahora los otros que están ahí, mirando-le sólo han venido a admirarle, a escucharle, a ovacionarle, a pedirle autógrafos. Y esto sucede porque el experto desconoce lo esencial: la gente no quiere aprender, la gente no quiere evaluar, la gente tan solo quiere que ser tenida en cuenta. Mirar es repartir verdad; decir a cada par de ojos y con cada golpe de vista: gracias por venir, sé que usted me escucha porque usted es muy inteligente. El principiante sabe poco, pero el experto no sabe nada. Los grandes oradores ―entre ellos hay principiantes, expertos y natos― saben que si los ojos, esos bellos exudados cerebrales han atravesado el cráneo están ahí, fuera, es para mirar desde dentro y hacia dentro del otro; teniéndole meridiana y machadianamente en cuenta: «El ojo que tú ves no es ojo por que tú lo veas, es ojo porque te ve». No, los grandes oradores no miran realmente con los ojos. Algunos locutores de radio, abocados a la ceguera por el medio, acaban mirando con el alma; se convierten en ciegos, ciegos enamorados. Quizá el TIP de inicio debiera ser otro: «Hable con los ojos tapados» o «Antes de hablar en público, deje su ego colgado en el perchero»; en cualquier caso ahora es que podemos entender ese tip tan superficial que hay arriba.