Bernardo y Matilde llevan meses
dándole vueltas al asunto de tener descendencia. Mientras Matilde abandera el
sí: es una pena dejar este mundo sin tener críos; Bernardo —desconocedor de que la historia acabará en alumbramiento, pues el mundo de lo transcendente siempre fue matíldeo— sigue atrincherado en el no, no merece la pena
traerlos a este valle de lágrimas... En ocasión de hallarse ambos paseando por la calle, será la intuición
femenina, siempre atenta a encontrar lo que busca, quien primero mire, luego
vea y después observe como bajo el llamativo letrero que publicita en letras de
molde: «REPRODUCCIÓN A LA CARTA», un operario de buzo rojo atornilla una placa que
dice: «Doctora An-Selma».
Alea jacta
est: ya están ambos sentados
frente a la genetista. Bernardo, creyendo tomar la iniciativa —aunque es el
silencio táctico de Matilde quien realmente ha roto el hielo—, se arranca:
—Buenos días, doctora Selma, verá, mi esposa y yo, en un futuro muy lejano, barajamos la
posibilidad de tener un hijo, y como hemos visto en el portal ese anuncio de
reproducción a la carta, pues henos aquí a su merced.
—Enhorabuena por la decisión —dice
la doctora An Selma mirando a los ojos de Matilde—; están ustedes en el sitio
apropiado. En este momento saben el qué: quieren un hijo; pero aún les hace
falta conocer el cómo: cómo quieren que sea la criatura. Miren ustedes, hoy en
día podemos predeterminar muchas cualidades del futuro ser, y es precisamente
por ello que deben responder a una serie de preguntas técnicas; la primera es
sencilla: ¿quieren tener un niño o una niña? Aunque la decisión es enteramente
de ustedes —prosigue la doctora—, por deber médico deontológico debo
informarles de algunos detalles, que al ser de categoría social, de género, poco tienen que ver con los
cromosomas; esto es: si es niña,
aunque por impronta social obtendrá mejores calificaciones académicas, es bien
cierto también que lo tendrá más difícil en el mercado laboral; si es niño,
obviamente será menos responsable, bla, bla, bla…, pero dispondrá de más ínfulas
y aspiraciones de poder…
Matilde, mirando primero a
Bernardo y luego a la doctora Selma, afirma segura:
—¿Qué más da? En esto no
queremos intervenir, que decida la naturaleza. Si hay que transformar la sociedad, esto tanto lo puede hacer un niño como una niña, un hombre como una mujer…
—Vamos entonces con la segunda
pregunta —retoma la doctora—: ¿quieren que el futuro ser sea sumiso o que tenga
mala leche?
Bernardo, que está haciendo en su empresa un curso de inteligencia emocional subvencionado por FUNDAE, responde ufano:
—Mire doctora An, ¿por
qué irse a los extremos si en el medio está la virtud?, lo queremos asertivo.
Como usted debe saber, doctora, la asertividad es el punto intermedio entre la
sumisión y el enfado, ese dulce sitio en el que uno dice lo que piensa, pero
sin dañar a los demás. Se podría decir, doctora, que el comportamiento asertivo
es definible con la imagen «mano de hierro en guante de seda». En el medio está
la virtud: ¡que sea asertivo!
La doctora An, esbozando una pícara sonrisa, responde:
—Verán, tenemos constancia de que hay diversos genes
disparadores e inhibidores de la mala leche, pero hemos descifrado ya hace
mucho todo el genoma humano, y ese gen, el gen de la asertividad, no existe; la
asertividad es un invento probablemente inglés, una entelequia diplomática, una
utopía. Ojalá pudiéramos programar la asertividad, pero, repito: ese gen no
existe. Por tanto, deben ustedes decidirse por uno de los dos extremos, sumisión o mala
leche, amoldamiento o genio, tragadura o exigencia, aquiescencia o negación —la
doctora empieza a gustarse—, vivir de rodillas o morir de pie, cobardía o
valentía, esclavitud o lucha, comulgar con ruedas de molino o afirmar
rotundamente que no, que no me da la gana, que no quiero, ¡cojones!… Les garantizo que esta
decisión —la doctora An Selma habla ahora emocionada—, pusilanimidad o
gallardía, mansedumbre o bravura; esta cuestión, les digo, es más importante
que la que ustedes acaban de dejar en manos de natura: ser hombre o ser mujer.
Blandura o genio, ésta en la cuestión. Guante de seda o mano de hierro, encajar
golpes o propinarlos, clavo o martillo, conservadurismo o cambio, palabras
dulces o groseros tacos, tragarse cualquier milonga o detectarla al instante,
efecto mariposa o resistencia activa, juicio ajeno o propio pensar, mirar a un lado o mirar de frente, parálisis o acción, santidad o pecado, poner la otra
mejilla o devolver la hostia, gaseosa o cubalibre, música clásica o rock and roll… Mire, Matilde, usted hablaba antes de cambiar el mundo: pues acompañe ahora a su marido a la sala de
espera y tómense para esta elección el tiempo que haga falta…
Bernardo que sabe de las consecuencias del
hablar y quiere evitar problemas a su futuro retoño, opta por programarlo de
carácter sumiso, callado. ¿Por qué no evitar al crío los pescozones que le darán
por abrir la boca? Pero ella, Matilde, es partidaria de que su hijo o hija exprese siempre lo que piensa, con valentía, mirando al coño del alma:
—Mira Bernardo, que lo diga
todo, y no se trague sapos.
—Mira Matilde, que en boca
cerrada no entran moscas.
—Mira Bernardo, que quien calla
otorga.
—Mira Matilde, que a veces
tendrá que decir que sí solo para tener la fiesta en paz.
—Mira Bernardo, que diciendo que
no, incluso por sistema, jamás se la darán con queso.
—Mira Matilde, que si calla
vivirá más años.
—Mira Bernardo, que callar es matar golondrinas.
—Mira Matilde, (…)
El combate dura alrededor de una hora y finalmente se impone, por puntos, el sentimiento sobre la razón. Cinco minutos después, la doctora An Selma anota en su libreta: determinación cromosómica del sexo: xx ó xy, indiferente; genotipo de la mala leche: afirmativo. Nueve meses y un día después, nace, por fin y de una puta vez, Mafalda.
NOTA: Basado en «Reproducción a la carta», artículo publicado por el autor en Nueva Tribuna (noviembre 2014)