El mismo mundo que avanza tecnológicamente a velocidad
de vértigo, casi nada sabe de la estupidez y este secular atraso es un problema
bastante grave, pues el mundo sufre ―de siempre― el
frío-caliente de las acciones estúpidas. Hay un elefante en la habitación,
todo quisqui sabe que está ahí, pero nadie habla de él: ¿cómo podría hablarse
de la estupidez cuando ésta no está bien definida? Y es que la estupidez puede
ser tan difícil de conceptualizar como la muerte, el infinito o la nada; por
tanto, mientras no se sepa realmente qué es la estupidez, ésta sólo podrá ser
pensada, sentida y padecida en místico silencio: diría Wittgenstein «de lo que
no se puede hablar, es mejor callar». Callar al sentir el frío-caliente de la
meada de un vecino en el bolsillo... La Real Academia Española define la
estupidez como torpeza notable en comprender las cosas y al
estúpido como a un ser falto de inteligencia, un necio; el mismo
diccionario atribuye al necio idéntica falta de inteligencia y quizá algo
de terquedad, pero, a la postre, muchos términos ―necio,
estúpido, majadero, tonto, mentecato…― acaban siendo sinónimos, de modo que el
lector, ávido de saber como mariposa nocturna en busca de la luz, no puede
hacer otra cosa que seguir dándose infructuosos cabezazos contra el farol del
diccionario, mientras algún tipo de tonto sin clasificar, queriendo o sin querer, pero con ganas, le orina en el bolsillo...
¡Pues ya está bien! es hora de exigir que los sabios
carcamales amojamados de la Real Academia Española acoten bien el término
estupidez y hagan de una puñetera vez el esfuerzo de establecer el límite,
confín y frontera exacta entre un necio, un estúpido, un tonto del culo, un
boludo o un gilipollas. La Academia está para eso y sabrá hacerlo tan certeramente
como cuando atribuye ―en buena ley― significado
a la palabra fatuo: ser lleno de presunción. La RAE
debe hacerlo también por vergüenza torera ya que el pueblo emplea todas esas palabras
con mucho más acierto que el
diccionario: cuando alguien dice que Mariano es gilipollas, sabe perfectamente
lo que dice y todo el mundo le entiende porque todo el mundo sabe que Mariano
es gilipollas. En cualquier caso, si la Academia no se ve competente, siempre
puede pedir ayuda al Consejo Superior de Investigaciones Científicas: la asociación temporal RAE-CSIC para estos menesteres resultaría una alianza estratégica que cumpliría con todos los Objetivos
de Desarrollo Sostenible de la Agenda 2030 y haría
mucho bien al ecosistema nacional. Es sencillo, sólo habría que
responder, en este orden, a tres grandes preguntas: ¿Qué es la estupidez? ¿Qué
tipos de estupidez existen? ¿Cuánto mal causa cada tipo de estupidez? Mientas
no se aclare esta realidad ―no hablamos de ovnis, los tontos
existen― poco se podrá hacer para combatir un mal tan antiguo como
las Cuevas de Altamira. A poco que algún becario escarbe en las fuentes, notará
que hay base teórica más que suficiente: en la Alta Edad Media hallará los tipos
de tontos clasificados por Tomás de Aquino (asno, romo, crédulo,
fatuo, bruto, aburrido, idiota, imbécil, vano, espeso, inexperto, insensato,
necio, rústico, estólido, estulto, estúpido, tardo, torpe, vacuo, demente...); en
el Renacimiento encontrará el Elogio de la Estupidez de Erasmo
de Rotterdam, en la época contemporánea descubrirá las 5 leyes de la
estupidez humana de Carlo María Cipolla…
Conviene matizar, en tanto no se aclara el tema, que
una estupidez aislada no convierte en estúpido a quien la ejerce, pero todo apunta
a que los estúpidos son reincidentes ―tropiezan una y otra vez con
la misma piedra― y son también, muy abundantes. De Salomón viene aquello de que «los tontos son legión», pero ¿cuántos estúpidos hay por metro
cuadrado? ¿Cuántos caben en una baldosa? Para
estimarlo conviene tener en cuenta que la estupidez es ―en sí
misma― estúpida, ya que a diferencia de la maldad, actúa de modo
inconsciente: ¿qué sentido tendría si no una acción que dañando al prójimo, daña
también a quien la ejerce? Hecho el deslinde entre maldad (consciente) y estupidez
(inconsciente) nos encontraremos con el problema de que resulta imposible
distinguir a un estúpido de un malvado, ambos mean en bolsillo ajeno y parco remedio a esos orines es el principio de la Navaja de Hanlon: «no
atribuyas a maldad lo que puede ser explicado por estupidez». Como todo
apunta a que los estúpidos son mucho más numerosos que los malvados y de meada
menos contenida, quizá convenga, en espera de investigaciones futuras, juntar
maldad y estupidez, entendiendo la maldad como una estupidez consciente. Entonces, hecho
el sumatorio provisional ¿qué porcentaje de estúpidos podría haber en la
población?
Gracias a Wilfredo Pareto podemos aplicar, a lo bruto, la muy resultona fórmula del 80-20, la famosa Ley de Pareto, que vale para todo: el 80% de la gente podría ser estúpida; esta cifra vendría a confirmar la proporción del 80% de tontos que esconde la frase de nuestro Quevedo ―idea compartida con Baltasar Gracián―: son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen. Alarmante estimación ese ochenta, mucha estupidez por metro cuadrado; pero lo peor podría ser ―que Dios nos coja confesados― que pocos estúpidos sepan que lo son, pues los tontos, en buena lógica, no gustan de mirar a los adentros. No, a los tontos no nos gusta la introspección, tenemos el libidinoso vicio de ponernos cachondos con la paja en el ojo ajeno... Mejor, pues, dejar en paz al elefante.