A la abuela se le antojó parir aquella noche de invierno en la humilde casa labriega:
demasiada gente a la hora de la cena, nueve contando con el cura… El párroco
parecía no tener prisa, remoloneaba con algunas teologías, dogmas de fe y otros
misterios hoy en día aún sin resolver; por eso la matriarca finalmente ordenó
poner el mantel de cuadros y los platos de porcelana…
Aunque casa de buenos cristianos era, un huevo era lo único elegante que había en el menú, un huevo muy bonito, proteico, pero único, viudo, sólo. Una vez se hubieron acomodado todos en la mesa, la
matriarca, que ya había hecho sus cálculos ―el huevo para el páter y caldo
limpio para los demás― haciendo de elegante anfitriona, preguntó al cura desde
la cocina:
―¿Cómo quiere el huevo, padre? Y el cura, solemne, sintético, impávido, respondió con su cara de cura y sus blancas manitas de cura cruzadas sobre la negra sotana de cura que le cubría la tripa:
―Fritos hija, fritosss...