―No llores, Frasquita, la Morica te quiere, es una
vaca buena y mansa. ¿Sabes por qué las babas de la Morica son tan
pegajosas? Porque son mágicas…
Morica, al sentir tan cerca a Pablito, también
pintó de babas la cara del niño y tan mágica debió de ser esa humedad,
que en ese mismo instante: ¡kraakaaboom!, cayó un rayo, se vino la noche encima y empezó a llover.
Pablito se vio a sí mismo solo en el prado, su hermana Frasquita y la vaca
Morica, habían desaparecido.
Pablito reaccionó asustado:
―¡Mamá!, ¡MAMÁ! (…) ―gritaba.
La luz estaba encendida: esa no era su habitación…
―¡MAMÁ ! (…)
Pablito saltó de la cama y cayó al suelo; apenas
tenía fuerza para levantarse. Se dio cuenta de que se había meado encima, pero eso no
le importó: había que escapar de allí... Se aproximó a la ventana y no pudo brincar por ella pues esa ventana estaba enrejada con fuertes y fríos barrotes de hierro…
―Me han robado… ―pensó.
Corrió hacia la puerta; pero por allí tampoco se podía
huir, solo había ropa, ropa y más ROPA, ropa de mayores, ropa vieja y olorosa, asquerosa ropa vieja que le caía
encima hasta enterrarlo… Había otra puerta, intentó abrirla, pero estaba cerrada;
empezó a patearla…
―¡MAMÁ! Madre… ¿qué me pasa?...¿qué me han hecho? ―lloraba…
La puerta se abrió y apareció la señora de siempre
y la señora de siempre le dijo:
―Padre, vuelva a la cama, mire cómo ha dejado todo… le voy a traer la pastilla con un poco de leche ―la señora salió.
Pablito se calmó un poco, era mejor hacer caso a la señora…
―Quieren envenenarme, pero esconderé la pastilla: seguro que después podré escapar y volver a la casita… ―pensó.
Pablito regresó a la cama y al arrastrar la
sábana para taparse, pudo verla, pudo ver su propia mano, pero esa mano no era suya, era
otra mano; sintió una tristeza mortal y un vacío absoluto concentrados en la
garganta... se miró la otra mano y la otra mano también era otra, otra mano
grande y vieja. Todo era otro, todo había cambiado:
―¡Claro¡, estoy soñando ―pensó―, despertaré, despertaré, DESPERTARÉ, DESPERTARÉ, DESPERTARÉ...
Y fue entonces cuando vio al la niña entrar corriendo por la puerta; era su hermana Frasquita quien ahora le hablaba:
―Abuelo no llores más ―dijo la niña envolviendo cuanto podía al viejo con sus pequeños bracitos―. Abuelito Pablo, no llores más.
Con el dulce abrazo de la niña, Pablito se calmó y fue así ―tranquilo― que pudo decir, despacito, suave, suavito, cerca, muy cerca del oído de la niña:
―Vámonos de aquí, Frasquita, vámonos, que va a volver la señora. Vámonos, que la Morica debe andar muy sola allá en el prado.
NOTA: Este cuento es una adaptación del original, publicado bajo seudónimo en el diario digital Nueva Tribuna en el año 2014